Ponyo en el acantilado Un cuento para dormir a pierna suelta
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Tratándose Miyazaki de un animador espléndido y de un cineasta de exquisita gramática visual, sus esfuerzos como guionista no están al mismo nivel. |
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Aborda uno esta reseña acomplejado, después de comprobar que colegas tan lúcidos como Tonio L. Alarcón, Álvaro Peña, Óscar Brox, Beatriz Martínez o Jordi Costa han coincidido en dictaminar que la nueva (¿última?) película del veterano animador japonés Hayao Miyazaki es, poco más o menos, una obra maestra incontestable. Porque para nosotros, por contra, Ponyo en el acantilado es sin duda una propuesta valiosa, con momentos incluso brillantes; pero se ve lastrada por una historia en la que se confunden más veces de lo conveniente lo naif y lo arbitrario, y por una animación alabada un tanto reaccionariamente por sus cualidades de trabajo manual y simplicidad, aunque en la práctica eso dé lugar a cierto distanciamiento y a algún desliz técnico evidente.
Después de largos tan progresivamente complejos a nivel formal y argumental como Porco Rosso (1992), La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001) y El castillo ambulante (2004), Miyazaki plantea para Ponyo en el acantilado una estructura de cuento amable con reminiscencias de "La sirenita", el cine primero de Steven Spielberg, y una de las películas que cimentó la fama del propio Miyazaki, Mi vecino Totoro (1988): un niño de cinco años, Sosuke, rescata a una pececito roja atrapada en unas redes, a la que llama Ponyo. La amistad entre el niño y el animal crece hasta el punto de que Ponyo aspira a convertirse en humana. Eso disgustará a su padre, un poderoso regente oceánico que desconfía de los seres humanos.
Como otras películas de Miyazaki, Ponyo nos habla en primera instancia del difícil equilibrio entre el ecosistema humano y el natural y, a un nivel más profundo, sobre esa frágil combinación de magia y madurez que hemos de conjugar para transitar la existencia con ciertas garantías de felicidad. En Ponyo no se cargan las tintas en esos aspectos, ni tampoco en los referentes tradicionales y culturales que siempre riegan sus películas (aunque sean de cualquier manera legibles). A falta de tales resaltados, Miyazaki se ve obligado a dilatar los acontecimientos concretos en demasía. Lo que, siendo el punto de partida tan sencillo, obliga a Ponyo en el acantilado a transitar por vericuetos superfluos, perdiendo eficacia el delicado trenzado de cotidianeidad y maravilla que, por lo demás, preside el grueso del metraje. Aunque sus fans pongan el grito en el cielo, debemos hacer constar que, en nuestra opinión, tratándose Miyazaki de un animador espléndido y hasta de un cineasta (en cuanto a la gramática visual) muy dotado, no puede decirse lo mismo de sus esfuerzos como guionista.
Sobre la animación, sumamente tradicional, sin recurso ni a la infografía ni a complicados juegos de perspectiva o profundidad, funciona a la perfección en los retratos de Sosuke y Ponyo (dan ganas de adoptarlos a ambos). En conjunción con la música de Joe Hisaishi (colaborador habitual de Miyazaki y de Takeshi Kitano), los trazos resultan a menudo arrebatadores. Pero en otras ocasiones no dan la talla, en especial cuando se desatan las fuerzas de la naturaleza, así como en aquella secuencia previa en que Ponyo escapa al control de su padre, plagada de fotogramas realmente mediocres que nos hacen pensar en manos temblorosas, ayudantes o segundas unidades.
En definitiva, Ponyo se revela como un cuento, tan propicio a las inferencias estimulantes como los mejores, pero atrapado en sus limitaciones autoimpuestas. Que haya sido tan bien considerado (hasta el punto de que apostamos figurará en muchas listas de lo mejor estrenado en 2009), mientras que a nosotros no nos ha terminado de convencer, sólo es achacable a dos razones, para nada excluyentes: 1. Que nuestra sensibilidad se halle totalmente embrutecida. 2. Que otros sigan gustando de apelar, antes que a la lógica, a los cantos de inocencia, los regresos espirituales al niño que todos fuimos y hemos reprimido con la edad, y a los valores que esponjan cálidamente el corazón, por aquello de sentirse mientras ven, escriben y leen, mejores “personas humanas”.
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