Star Trek Letra y música
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Bajo su fachada colorista y frenética, la película de Abrams no pasa de ser una película (¿episodio?) de Star Trek más inspirada que la media |
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El primer interesado en relacionar a J.J. Abrams con Steven Spielberg fue Brad Grey, directivo de Paramount Pictures, cuando anunció en 2006 un acuerdo de cinco años con el primero de los realizadores citados para el desarrollo de diferentes proyectos. No nos parece ilógico ese paralelismo entre Abrams (en quien Paramount ha vuelto a confiar tras Mission: Impossible III para revitalizar otra franquicia de origen televisivo, Star Trek) y el llamado Rey Midas de Hollywood, que entre 1975 y 1982 resucitó comercialmente el cine estadounidense con títulos como Tiburón, Encuentros en la Tercera Fase, En Busca del Arca Perdida y E.T.
Ambos han sabido conjugar su respeto por una tradición audiovisual que han disfrutado y conocen al dedillo con una total desinhibición a la hora de reformularla, así como con un conocimiento admirable de los mecanismos que desencadenan las emociones primarias del espectador. Si a ello le sumamos una querencia alegre, sin complejos, por la imagen como pura cinética, como juguete irresistible para la vista, se comprende que, al igual que Spielberg en sus mejores tiempos, Abrams convierta en oro todo lo que toca, especialmente en el campo televisivo: Felicity, Alias, Lost, Fringe.
Hay, sin embargo, dos diferencias básicas entre ellos, de las que Star Trek es un exponente palmario: Spielberg era (¿es?) un maestro consumado del lenguaje cinematográfico; un realizador que, guste o no, ha sembrado sus películas de excepcionales hallazgos formales que trascienden la mera mecánica narrativa, han terminado por otorgar a su cine una personalidad inconfundible, y han redefinido la concepción de espectáculo en el cine comercial. Mientras que Abrams, mucho menos dotado a ese nivel, no pasa de recombinar con innegable talento recursos formularios.
Habrá quien considere que es pronto para enjuiciar a Abrams en ese aspecto, que sólo tiene en su haber dos largometrajes (precisamente Mission: Impossible III y Star Trek); pero bastaría con citar dos de los primeros films de Spielberg encuadrados en la pura evasión, El Diablo Sobre Ruedas y la inagotable Tiburón, para dejar bien claro que existen diferencias notables entre la artesanía brillante del orfebre entregado con brío a su labor (Abrams) y una genialidad que no puede evitar brindarnos una secuencia imborrable cada diez minutos (Spielberg).
La segunda diferencia atañe a la relación de ambos con sus antecesores: Spielberg es música, un director en cuya filmografía pueden rastrearse los leit motiv de decenas de clásicos, pero desarrollados en melodías depuradas de acentos textuales e hipervitaminadas en cuanto a sus constantes armónicas: Tiburón y En Busca del Arca Perdida no habrían existido sin Hitchcock ni David Lean, pero cuando fueron realizadas dejaron en evidencia que el alumno había aventajado (algunos dirían trivializado) las postreras formas melódicas de sus mayores, respectivamente La Trama (Family Plot, 1976) y Pasaje a la India (1984). Abrams, por el contrario, es sumiso a letras un tanto periclitadas, que va adaptando a nuestros tiempos de manera moderadamente revisionista. Sus arreglos no alteran el sustrato de los temas que llegan a sus manos, y resultan mucho más convencionales de lo que su batuta hace parecer.
Sucedió con Mission: Impossible III, la adaptación cinematográfica más efectiva de la serie creada en 1966 por Bruce Geller, aunque en absoluto una cinta que escapase a su referente y sus condicionantes de producción. Y sucede con su segunda realización: al haber sido planteada como precuela del universo trekkie, y dar pábulo a paradojas temporales que ligan pasado, presente y futuro de la saga con atrevimiento, sin duda su Star Trek atina en su objetivo prioritario: hacer admisible el universo ideado por Gene Roddenberry también en 1966 (año de nacimiento de Abrams, dato interesante) y acotado durante cuarenta años a un buen puñado de aficionados, a ojos de los adolescentes ahistóricos del siglo XXI. Pero bajo la adrenalina, a veces forzada, que propulsa las aventuras de unos jóvenes tripulantes de la nave Enterprise, lo que cuentan Abrams y sus guionistas, Alex Kurtzman y Roberto Orci, no es más que otro enfrentamiento de la Flota Estelar con un enemigo nada dispuesto a dialogar, como han hecho antes decenas de capítulos y largometrajes de Star Trek.
Por supuesto, la mano de Abrams se deja notar: un prólogo admirable, que deja al espectador clavado en su butaca y ansioso por ver qué sucederá después; unos personajes que, aun de manera esquemática, propician que el público se identifique con sus traumas, cuitas y romances; una situación apurada cada tanto, en la que además se solapan varios imponderables; un desenfado que no quita para que lo grave y lo épico hagan esporádico acto de aparición; un tono de high school comedy televisivo como el que practica Joss Whedon (Buffy), que no siempre funciona; y, lo más meritorio, un desprejuiciado tratamiento de los fotogramas, rebosantes de luz y color hasta rozar en el tramo final un apunte de abstracción.
Por lo demás, Abrams ha sido esencialmente respetuoso con Star Trek, y por tanto queda la duda de si logrará hacer un producto mayoritario, un blockbuster de largo recorrido, a partir de un universo que, sin ir más lejos, en España jamás ha tenido predicamento, y que posiblemente cuenta con más de una película y episodio previos más redondos que la cinta que nos ocupa. Algo que no creemos preocupe a Abrams, habida cuenta de que los homenajes más reconocibles van para la saga Star Wars en al menos dos secuencias, como también son homenajeados otros títulos que van, sorprendentemente, de Starship Troopers a Transformers (atención a ese awesome abandono de automóvil). Como puede apreciarse, siempre hablamos de cualidades que añaden o modifican, pero que nunca impulsan Star Trek a un grado superior de creatividad, y a las que en cambio se les advierte fecha de caducidad. Al espectador que sólo aspire a pasar una tarde entretenida le bastarán, pero no sabemos cuanto tiempo tardarán en quemar a Abrams como director.
Suponemos que J.J. logrará disimular sus limitaciones durante un tiempo, gracias entre otras cosas a desenvolverse en un sistema productivo que siempre le procurará técnicos tan competentes como el director de fotografía Daniel Mindel, el músico Michael Giacchino o el supervisor de efectos visuales Roger Guyett. Antes o después, en cualquier caso, Abrams tendrá que elegir entre seguir la senda del apego a la letra, del reciclado a medias nostálgico y a medias gamberro, u optar por la música que representan Lost o Monstruoso, creaciones más abstractas en cuanto a referentes y aspiraciones. Si no quiere o sabe transitar sino la primera, debería recordar casos como los de Renny Harlin o el mentado Michael Bay, siempre al borde del estruendo más insoportable.
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