Lo peor de los 90
Sin duda, los años 90 fueron una época nefasta para el cómic norteamericano. Tras la renovación y la apertura de nuevos caminos en los 80, los 90 fueron una época mayoritariamente dominada por las cifras de ventas. No nos engañemos. Marvel y DC son empresas y como tales se mueven por dinero, pero con la llegada de los 90 pasó a ser más importarte cómo se vendía un producto que el producto en sí.
Una nueva hornada de artistas jóvenes dotados de un estilo impactante y atractivo –aunque un tanto verdes en lo referente a narrativa- comenzó a despuntar y a atraer a los lectores por encima de guionistas y personajes. Dibujantes como Todd McFarlane, Jim Lee, Rob Liefeld o Marc Silvestri, cuya incursión en una colección hacia que las ventas se tornasen en cifras millonarias. Buena parte de dicho fenómeno era alimentado por el creciente mercado de la especulación, apoyado por las propias editoriales con maniobras como la venta de ediciones múltiples de un mismo tebeo (portadas alternativas, imágenes cromadas y otros trucos) y unido a la explotación masiva de series y personajes clonados realizadas por flojos imitadores de los autores estrella.
Tras convertirse en la voz cantante de Marvel (el dinero manda), adaptando series de toda la vida a sus caprichos (“X-Force” de Liefeld o “Spiderman” de McFarlane), los chicos de oro dieron un paso más allá y fundaron su propia editorial: Image. Nacida con la intención de rivalizar con Marvel y DC, los comics de Image seguían apostando por la fórmula de dibujo impactante narrativamente deficiente y argumentos sobados y huecos, inicialmente con los autores originales sustituidos poco después por jóvenes imitadores que parecían salir de una cadena de montaje. Dispuestas a no bajarse del carro, Marvel y DC contraatacaron aumentando su catálogo con series a cargo de cualquiera que pasase (en un determinado momento, si estabas en la nómina de Marvel, aunque fuese para llevar los cafés, fácilmente podías acabar de guionista y/o dibujante) y encadenando grandes eventos sin importar la calidad de éstos: “La Muerte de Superman”, “La Saga del Clon”, “Vengadores: la Encrucijada” u “Hora Zero” son algunos ejemplos.
Para entonces, el cómic de superhéroes era un campo abonado para la mediocridad en el que sólo tras excavar bien hondo podías encontrar alguna joya ocasional (“Starman” de James Robinson, “Hulk” de Peter David). Y el resto de géneros le iba a la zaga. Si el lector quería material yanqui decente que echarse a la boca, sólo le quedaba la línea Vertigo de DC o dar el salto al comic independiente de pequeñas editoriales como Fantagraphics. El punto más bajo llegó cuando Marvel contrató a Jim Lee y Rob Liefeld para reinventar sus títulos clásicos en aquel fallido intento de línea Ultimate llamado “Heroes Reborn”.
¿Y después? El apocalipsis, o casi. El globo se deshincho -o explotó- y las cifras cayeron en picado. Varias nuevas editoriales se fueron al garete, Marvel cancelaba de golpe casi 60 colecciones (sic), líneas editoriales completas incluidas, y quedaba al borde de la bancarrota; y DC, aunque segura como parte del emporio AOL/Warner, tomaba nota y empezaba a cambiar sus enfoques. ¿E Image? Salvo por Erik Larsen, los socios fundadores han pasado a dedicarse a las finanzas (McFarlane), vender su editorial (Lee) o pelearse con sus compañeros y crear nuevas compañías (Liefeld y Silvestri). Sin embargo, fue esta mirada al abismo lo que insufló nuevos aires a la industria y la plantación de nuevas semillas cuyos frutos recogemos actualmente.
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