El hombre de acero: entre dos mundos
Entre el espectáculo épico de acción y el desarrollo introspectivo de personajes. Entre la fantasía más desatada y el realismo más palpable. Entre el personaje a medio formar y el héroe que está destinado a ser. Navegando entre dos aguas es donde se encuentra El Hombre de Acero.
Apadrinada por Christopher Nolan en la producción, la película tiene como principales responsables a Zack Snyder, uno de los realizadores visualmente más potentes de la última década y a David S. Goyer, uno de los guionistas con mayor bagaje y conocimiento en la adaptación de superhéroes al cine. Un garante de mantener las esencias del cómic, lo que no implica que necesariamente se mantengan sus formas. El enfoque de la trama general, de hecho, tiene más de historia acerca de un primer contacto alienígena que de tradicional narración de superhéroes disfrazados.
Creada en la estela de la trilogía de El Caballero Oscuro, quizás la mayor contribución de Nolan sea acentuar el trasfondo personal en desarrollo del protagonista y apostar por dotar a la historia del mayor realismo posible. Incluso cuando se trata de describir culturas alienígenas, viajes espaciales y personajes que vuelan y derriban edificios de un puñetazo. La película narra el viaje personal de Clark Kent, refugiado de un mundo que ya no existe y que intenta encontrar su lugar en el nuestro sin tener que renunciar a su naturaleza. Mediante su vagabundeo, alternado con flashbacks de su niñez, vemos a ese héroe en formación hasta que la misma se completa… de golpe. Cuando finalmente Kal-El conoce sus orígenes y su destino, el guión solventa esa trasformación en apenas dos escenas, sin respirar y dando paso al espectáculo de acción épica que domina la segunda mitad de la cinta. Y es una pena que ese desarrollo se desinfle tan rápido y tan fácil, pese a haber tenido momentos brillantes como los proporcionados por un emotivo Kevin Costner.
Igualmente sucede con la relación entre Clark y Lois Lane, construida deprisa y corriendo, dando por sentado buena parte de los pasos y torpedeando la química entre ambos. No porque Henry Cavill y Amy Adams no la tengan, sino porque no se les da espacio para tenerla. Todo el énfasis que Snyder y Goyer ponen en esa primera parte en retratar al protagonista y su relación con la humanidad desaparece por las prisas de dar salida al festival de acción. O se resuelve pesimamente, como en el caso de Diane Lane, cuya escena clave –la razón de ser de su personaje, en realidad- le es robada para dársela a un sacerdote, en un malogrado intento de alusión mesiánica.
Cuando la acción llega, eso sí, el espectáculo es increíble. El talento de Snyder para crear imágenes potentes combinando lo real y lo digital permite visualizar los poderes del personaje con una fisicidad, un detalle y un peso insólitos. Es lo más parecido que el cine ha ofrecido hasta la fecha al concepto de superhombre realista iniciado por Alan Moore en Miracleman y oficializado en el estilo widescreen de The Authority y The Ultimates. Y la cámara lo muestra en toda su furia -la que permite la calificación para menores al menos- pero sin caer en la confusión ni en el exceso por el exceso. Snyder deja claro quién se pelea con quien, donde y porqué razón. Una pena ese espectáculo encaje a trompicones con todo el trabajo de personajes previo, pareciendo dos partes hiladas a la fuerza en lugar de un conjunto fluido.
Pese a esa disyuntiva, el trabajo del reparto es irreprochable. Empezando por un ajustado Henry Cavill dando la talla sin problemas en todas las fases del personaje y siguiendo por un sólido grupo de secundarios que saben hacer mucho con el poco espacio que les deja el guión, destacando a Costner, Russel Crowe, Christopher Meloni y Anjte Traue como la villana Faora. Mención aparte merece Michael Shannon, que compone un interesante villano lleno de matices (desde su punto de vista incluso podría calificársele de héroe) y pura intensidad.
Snyder y Goyer han cumplido así su objetivo de relanzar a Superman de forma efectiva en los tiempos que corren sin renunciar a su larga tradición o su dimensión como icono. Una pena que varias costuras sueltas acaben desluciendo lo que podría haber sido una obra redonda.
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