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Doctor Extraño: Otros mundos, mismo universo

Un artículo de Rodrigo Arizaga Iturralde - Introducido el 02/11/2016
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La decimocuarta entrega del universo Marvel cinematográfico recurre a un personaje que, a poco que se piense, supone una suerte de anomalía dentro del mismo al no ajustarse ni estética ni conceptualmente al género de superhéroes. Pero, al igual que le sucede a su personaje titular en las viñetas, Doctor Strange (2016) acaba estableciendo un extraño (valga la redundancia) nexo con el entorno compartido en el que se desarrolla el personaje en su presentación cinematográfica.


Concebido por Stan Lee y Steve Ditko a principios de la década de los sesenta, el Doctor Extraño sintonizó con el espíritu de la contracultura de su tiempo gracias al misticismo filosófico de influencia oriental imprimido por Lee y a las experimentales y alucinadas imágenes de otras dimensiones plasmadas por Ditko. Posteriores autores y etapas fueron derivando al personaje y sus aventuras hacia otras parcelas temáticas como los superhéroes o el terror. Un género este último que parecía ser la opción elegida por los productores a tenor de la obra previa de Scott Derrickson, realizador y coguionista del film. Pero el responsable de Sinister (2012) ha preferido volver al concepto original del cómic uniéndolo con el arquetípico “viaje del héroe” de Joseph Campbell tan caro al cine de superhéroes.


Así el film de Derrickson reincide en el esquema argumental del origen. Una opción narrativa justificada –especialmente para ese espectador mayoritario no versado en cómics- pero que suele pecar de incurrir en lugares narrativos comunes que reducen el nivel de originalidad y riesgo de la propuesta. El guión reproduce por tanto los tropos argumentales más comunes en este tipo de narración (origen trágico, exploración de nuevas habilidades, configuración de un estatus conceptual y estético icónico, etc) pero logra darle un barniz novedoso gracias a la decisión de centrar su visión del héroe en un proceso que evoluciona con fluidez desde el cínico pragmatismo inicial a la fantasía más desbocada. Un proceso en el que la película arrastra conjuntamente a protagonista y espectador(es) víctimas de idéntica fascinación.


Dicha fascinación viene dada principalmente por el aspecto visual resultado de la sintonía entre los distintos apartados técnicos del film. Los viajes astrales, dimensiones extrañas y psicodelia lisérgica de las aquellas viejas viñetas quedan plasmados en pantalla mediante un apabullante despliegue de CGI que retuerce la realidad y su física con una finalidad narrativa que va más allá de las tópicas escenas de destrucción masiva propias de un blockbuster. El resultado es una película poblada de impresionantes imágenes dignas de los sueños más locos de M.C. Escher que, a diferencia de la mayoría de superproducciones recientes, sacan verdadero partido a formatos como el IMAX o el 3D y cuya fascinación se incrementa gracias a la atípica banda sonora de Michael Giacchino. Pero lejos de limitarse a aturdir los sentidos del público, Derrickson y sus colaboradores en fotografía y montaje saben domar ese caos visual dotándolo de una narrativa sólida y clara, en una combinación que da pie a secuencias tan sobresalientes como la trepidante persecución por un Nueva York cuyas calles y edificios se deforman en imágenes caleidoscópicas.


Un Benedict Cumberbatch que en ocasiones parece dibujado por Paul Smith asume el papel de Stephen Strange, clavando tanto al arrogante y materialista neurocirujano del inicio como al comprometido maestro de las artes místicas del desenlace. Es la cabeza visible de uno de los repartos más sólidos vistos en una producción de Marvel Studios donde Mads Mikkelsen construye un villano de gran presencia e interesantes motivaciones en vez de limitarse a ser un mecanismo para que la trama avance. Por su parte, Tilda Swinton y Chiwetel Ejiofor silencian la polémica sobre la idoneidad de sus respectivos castings entregando a unos personajes muy distintos a sus contrapartidas del cómic pero que resultan mucho más interesantes en su versión fílmica. Swinton construye una Anciana que, además de protagonizar el mejor momento dramático del film, añade al personaje una interesante ambigüedad en todos los sentidos del término. El Mordo de Ejiofor en cambio supone no tanto el típico villano original como un reflejo más sombrío del propio Extraño, dotado de un arco dramático repleto de interesantes posibilidades futuras que empiezan a verse en la escena post-créditos. Desgraciadamente cuesta alabar de idéntica forma a una desaprovechada Rachel McAdams relegada a mero florero y a un Benedict Wong –encarnado a su homónimo- que queda reducido a ocasional recurso cómico.


Integrada dentro de la continuidad fílmica, la película incluye abundantes referencias destinadas tanto al seguidor estrictamente cinematográfico –la breve aparición de la torre de los Vengadores en el skyline neoyorkino; el enlace argumental entre cierta reliquia y las Gemas del Infinito- como al fan veterano de las viñetas –los fugaces cameos del Hermano Vudú y de Tina Minoru, progenitora de cierta componente de los Runaways; las familiares reliquias místicas almacenadas en el Sancta Sanctorum del 117A de la calle Bleecker-. Todo ello sin comprometer la agradecida independencia argumental de una producción que, desmintiendo los signos de agotamiento apuntados por los más agoreros, abre nuevos caminos en la Marvel cinematográfica cuyo recorrido será más que interesante explorar.

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