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Scott Pilgrim contra el 10º aniversario

Un artículo de Rodrigo Arizaga Iturralde - Introducido el 02/08/2020
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Este agosto se cumple el décimo aniversario del estreno de Scott Pilgrim contra el Mundo (2010), film dirigido por Edgar Wright. Una producción que prácticamente nació de forma consciente con la etiqueta de “película de culto”, haciendo gala de una combinación de elementos narrativos de medios tan similares y a la vez tan distintos como el cine, el cómic y los videojuegos pocas veces tan lograda.

La película de Wright es una adaptación de Scott Pilgrim, cómic escrito y dibujado por Bryan Lee O´Malley, publicado por la independiente Oni Press y editado en un total de seis volúmenes formato bolsillo en blanco y negro entre 2004 y 2010 (aunque existe una edición posterior a todo color editada por HarperCollins). Con un grafismo caricaturesco y minimalista con reminiscencias de la animación cartoon y el manga japonés, O´Malley narraba en sus páginas la tragicómica historia del personaje titular, un vago veinteañero canadiense que ejerce como bajista de un grupo de rock de segunda y vive una existencia sin grandes ambiciones. Todo eso cambia cuando se enamora de Ramona Flowers, una misteriosa chica norteamericana que arrastra consigo un peculiar bagaje en forma de siete ex-novios malvados (sic) con los que el protagonista deberá enfrentarse en combate singular para poder culminar su relación.


La peculiaridad de esta premisa, que fácilmente podría equipararse a la de innumerables comedias románticas que inundan las pantallas de cine, residía en que el término “enfrentamiento” adquiría aquí un sentido literal, planteando cada encontronazo entre el protagonista y sus adversarios como un combate cuerpo a cuerpo donde los contendientes demostraban no solo un insólito dominio de artes marciales propio de un videojuego de lucha, sino también habilidades sobrehumanas sacadas del cómic de superhéroes. Elementos fantásticos que coexistían perfectamente con el tono slice of life de la trama y su visión sobre la juventud occidental moderna y la búsqueda por parte de esta de unos valores y personalidad propios vista en obras como Ghost World de Daniel Clowes. Todo ello bañado por una espesa capa de referencialidad sobre música alternativa y videojuegos de la era de los 8 y 16 Bits.


Semejante cóctel de cultura pop, acción estilizada e interrogantes vitales necesitaba de un realizador con una sensibilidad acorde. Por suerte el elegido fue el británico Edgar Wright, cuyos trabajos previos tanto en televisión -Spaced (1999-2001)- como en cine –Zombis Party (2004), Arma Fatal (2007)- gozaban del tono y la estética adecuados. Trabajando mano a mano con el autor del cómic –que aún no había finalizado su publicación cuando el film entró en producción- el guión firmado por Michael Bacall y el propio Wright logra condensar en dos escasas horas los seis volúmenes sin alterar ni sacrificar parte importante del argumento original. Pese a que a grandes rasgos la trama pueda tacharse de mecánica en su continua repetición del esquema “encuentro con ex-enfrentamiento-cambio de fase” (un esquema propio de un videojuego, coincidencia premeditada hasta el punto de que el propio film no duda en regodearse en ello), el film aprovecha los momentos intermedios para dar espacio a sus personajes. Unos personajes construidos a base de tópicos e incluso alguna que otra malévola referencia (impagable el chiste a costa de los veganos) que salen adelante tanto por el inteligente manejo que Wright hace de los mismos como por la labor de sus intérpretes.


Irónicamente en el estupendo casting integrado por algunos de los jóvenes intérpretes más solventes del reciente cine norteamericano, la pata más floja de tan sólido banco resulta ser su protagonista, encarnado por un Michael Cera a quien el resto de sus compañeros dan un baño en lo referente a carisma y registros. Cierto que el personaje tiene una pátina de perdedor pringado que se ajusta al tipo fílmico habitual del protagonista de Supersalidos (2007), pero carece de la vitalidad de su homólogo en viñetas que un actor más dúctil como el malogrado Anton Yelchin podría haber aportado.

Por suerte la presencia de Cera resulta un mal menor tolerable sin grandes problemas gracias al disfrutable trabajo de puesta en escena del realizador de Baby Driver (2017), auténtica razón del creciente culto posterior hacia la película que nos ocupa. Pese a las inverosímiles formas de sus escenas de lucha, plagadas de elementos fantásticos como golpes capaces de romper paredes, saltos que superan edificios, bolas de fuego, auras de energía y armas luminosas, el diseño de los combates goza de una claridad espacial y un montaje sólido que apuesta por planos largos y sostenidos que superan a las coreografías del 90% del cine de acción occidental de los últimos años. Incluso pese a estar recargadas por numerosos elementos digitales que imitan recursos visuales y sonoros (onomatopeyas, textos de apoyo, barras de vida, marcadores de puntuación) propios de medios.


Respecto a este último punto, y aunque las referencias más evidentes apunten al mundo de las consolas de forma directa (las sintonías de Zelda, Sonic o Final Fantasy) o indirecta (Street Fighter II, Double Dragon, Guitar Hero), no son pocos los elementos narrativos procedentes del lenguaje del cómic que el director consigue encajar dentro del medio cinematográfico. Mediante transiciones marcadas en negro entre secuencias, imágenes simultáneas divididas como si fuesen marcos entre diferentes viñetas, planos de personajes sobre un fondo monocromo neutro, onomatopeyas y líneas cinéticas mostradas como elementos tangibles y una cuidada estética realizada a base de colores puros, la película combina las herramientas del séptimo y el noveno arte de forma tan llamativa como inteligente, optando no por el trasvase directo –Sin City (2005)- o la reinterpretación estética total –X-Men (2000)-, sino por un interesante y poco transitado terreno intermedio donde figuran obras tan interesantes como Creepshow (1983), Dick Tracy (1990) o la reivindicable Hulk (2003). Asimismo y en forma de propina involuntaria se incluye el juego metanarrativo al que se presta un reparto que incluye futuras y pasadas encarnaciones cinematográficas de personajes de la página impresa como la Cazadora (Mary Elizabeth Winstead), el Capitán América (Chris Evans), Superman (Brandon Routh), la Capitana Marvel (Brie Larson), el Rey Sombra (Aubrey Plaza) y, en un cameo como “policía vegano”, Punisher (Thomas Jane).

Concebida como una suerte de musical, pero con escenas de lucha ocupando el lugar de números de bailes y canciones, Scott Pilgrim contra el Mundo ha conseguido superar el fracaso comercial que cosechó en el momento de su estreno (recaudó la mitad de su presupuesto) para convertirse una década después en un film de personalidad arrebatadora que quizás se quede corto en cuanto a sus ambiciones de retratar la angustia emocional de la veintena, pero sigue sobrada en cuanto a diversión y potencia visual frente a la mayoría del “cinecómic” que actualmente llega al público tanto por la pequeña como por la gran pantalla.


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